JUVENILIA

Excelencia. Esa es la palabra exacta para definir el objetivo que se pretendía alcanzar en el Nacional Buenos Aires.

El 14 de marzo de 1863 el General Bartolomé Mitre dictó un decreto por el cual se creaba el Colegio Nacional Buenos Aires. Pero la historia del establecimiento se remonta al siglo XVII. Los jesuítas levantaron en la esquina de las actuales calles Bolívar y Alsina la Iglesia San Ignacio y pegada a ésta, "el colegio grande". Fue allí donde comenzó la actividad intelectual en estos lejanos parajes de las colonias.

El 1767 el rey Carlos III decidió expulsar a los jesuitas de toda América y los claustros quedaron abandonados hasta que el virrey Vértiz, un funcionario colonial de espíritu progresista decide crear el Colegio San Carlos. A falta de otro inmueble, el Colegio funcionaría en el edificio que los jesuítas habían abandonado. Estudiarían en ese colegio todos aquellos interesados que tuvieran como mínimo diez años de edad, supieran leer y escribir, fueran hijos legítimos y presentaran constancia de fé cristiana. El uniforme constaba de una capa negra y una estola, un bonete de tres picos y sobre el pecho una medalla con el escudo de armas del Rey. La disciplina era rígida y se cuidaba "la posesión de armas y naipes, la higiene personal y la correspondencia." El sistema pedagógico que se utilizaba era la repetición a coro de las explicaciones del profesor. Por las aulas del Colegio San Carlos pasaron casi todos los protagonistas de la Revolución de Mayo de 1810 y durante las dos invasiones inglesas el colegio dejó de funcionar y fue utilizado como cuartel por el Regimiento Patricios.

En 1818 se estableció en el edificio en cuestión el "Colegio de la Unión del Sur" que poco después pasó a llamarse Colegio de Ciencias Morales que se mantuvo hasta 1830, cuando fue cerrado por razones económicas.

Quienes pasaron por las aulas del Buenos Aires tiene algo así como una marca en el orillo que es la admiración por la inteligencia. Podría aburrirlos con una lista de los profesores que pasaron por él o agotarlos con anécdotas sobre los diferentes grupos, sectas, hermandades o como quieran llamar a las organizaciones que el estudiantado armaba. Pero yo no soy Miguel Cané y esto no es "Juvenilia".

Mario Mactas, "ese tipo" según las palabras de Cascioli, se había formado en el Nacional Buenos Aires. Por aquellos años ni se imaginaba que la vida lo llevaría a participar de "eventos" como los de la inauguración de "Bamboleo", lugares donde el chispeante periodista conseguiría ninfas deseosas de fama capaces de cambiar una noche de amor o si quieren, de sexo, a cambio de una vaga promesa de una tapa en "Gente", que, finalmente, se convertía en una fotito de 3 x 6 en la sección "Gente", en la que la mayoría de los periodistas pagaban los favores recibidos por personajes más o menos notorios.

Durante los años del Nacional Buenos Aires, Mario cultivaría la amistad de un tocayo, Mario Sábato, hijo de Ernesto, para esa época, todavía un escritor en ascenso.

Por aquellos años Don Ernesto ni se imaginaba que su celebridad lo llevaría a ocupar un sitio de honor, no sólo dentro del mundo literario, sino también en el campo político, al que no hubiera accedido de no mediar la existencia de Matilde, su esposa, que rescataba del fuego purificador los textos que el escritor destruía.

Pero dejemos a Don Ernesto. En el "Buenos Aires", los Marios formaban una pareja inseparable, casi una asociación ilícita. Aquella relación atravesaba todo lo demás que pudieran emprender dentro de la agitada vida del histórico colegio. Ambos entraron en el año en que el Presidente Frondizi le propuso a la sociedad ciertas modificaciones en la Ley de Enseñanza. Así, con la facilidad que caracteriza a los argentinos, se vieron sumergidos en una nueva polémica: laica o libre.

La Asamblea General de los colegios secundarios estaba a pleno. Los delegados discutían unos con otros con mucho fervor, pero con poco orden. Todos estaban deseosos de plantear su posición en la Asamblea.

-Pido la palabra -gritó con sonora voz de pito, Mario Sábato, que cursaba el primer año y había sido elegido por sus compañeros para que los representara en el evento.

El centenar de delegados se calló. Todas las miradas convergieron en ese precoz delegado del Nacional Buenos Aires. Mario tomó fuerzas.

-Señores...diputados. Debemos...

Las carcajadas taparon el resto de la oración. Abochornado Sábato se sentó. Su acompañante, Mario Mactas, se sonreía. Treinta años después seguiría contando la anécdota con cierto placer morboso.

El debut político no había sido muy feliz. Pero no importaba, porque lo que los movilizaba era la literatura. No tardaron mucho en estrechar vínculos con otros alumnos que también compartían ese gusto: José Ricardo "Pepe" Eliaschev, Jorge Diamant, Rolando Hanglin, Gustavo Ruprecht, Pablo Gerchunof ... todos ellos realizaban una incesante actividad periodística dentro del colegio, las revistas nacían y morían a los pocos números. "El Fiurso", "Para hoy" y muchas otras circulaban entre el alumnado a ritmo vertiginoso. Defendían al nuevo cine argentino, recordaban a Miguel Hernández, analizaban las distintas corrientes literarias y publicaban sus propias poesías. Cuando hablaban de política, bregaban "poruncambioyá". Estas publicaciones políticamente bienintencionadas competían con otras realizadas por el sector más combativo del estudiantado: los hermanos Abal Medina, Capuano Martínez y muchos otros vinculados a distintos movimientos políticos.

Periódicamente los dos grupos se encontraban en las asambleas estudiantiles y, como si se tratara de un rito religioso, se agarraban a trompadas al final de las reuniones.